Al día siguiente nos despertamos temprano, después de haber dormido 6 horas y antes de que sonara la alarma que teníamos puesta para las nueve.
Nos sentíamos mucho más descansados, un 50% del cansancio menos (sólo quedaba librarnos del restante 30%).
La ropa estaba seca, a excepción de los calcetines y los zapatos. Nos vestimos, secamos como pudimos los calcetines y zapatos con el secador e hicimos las maletas. Hoy tocaba dormir en un sitio distinto.
Había estado lloviendo toda la noche, pero ahora hacía un día espectacular. ¡La luz inundaba la habitación! Comimos un pastelito de miel y almendras que nos quedaba del avión y cogimos los trastos de vuelta a la estación.
Una vez en la calle, no sólo conocimos el verdadero el calor/humedad de Japón, sino también ese sonido tan característico y peculiar de la animación japonesa. Las cigarras. Donde haya verde existe su música, una música constante y casi ensordecedora, que te hace sentir que estás jugando en el campo y te diviertes cazando bichos. Sí, exactamente esto te hace sentir.
Por primera vez nos divertimos observando la gente y las calles bajo la luz del sol y rápidamente llegamos a la estación donde nos deshicimos de las maletas.
Habíamos leído que hay taquillas para dejar las cosas, pero que cuesta encontrar una libre. Como dijimos, Shinjuku es una estación titánica, así que había muchas taquillas… y todavía más gente para llenarlas. Tuvimos la suerte de encontrar una en la que cabían las dos maletas por menos de 5 euros razonablemente rápido y en un sitio (cerca de la entrada sur) que nos pareció fácilmente relocalizable. Hicimos una foto para intentar acordarnos del sitio e intentamos salir de la estación.
La mayor parte de los negocios subterráneos de la estación estaban abriéndose, en un pequeño establecimiento compramos un onigiri para compartir. Una vez más hicimos uso de una de las frases más recurridas del japonés, que también usamos la noche anterior en el izakaya: “Osusume wa nandesu-ka?”, que viene a ser pedir una recomendación o la especialidad de la casa. Escogimos uno de los que nos señaló y nos pusimos en camino hacia la oficina de cambio del JR pass de Shinjuku. Tras preguntar un poco y andar bastante, la encontramos. Fuimos atendidos por dos chicas encantadoras que tenían un inglés impecable. Nos hicieron los trámites y reservaron todos nuestros trenes por el norte de Japón. Esto fue muy conveniente, puesto que los días que viajamos hay muchos festivales y los trenes se llenan rápido.
Una vez liquidados los trámites, pusimos rumbo a Shinjuku Gyoen, un parque bastante grande que hay por la zona.
Hay algo que hemos aprendido sobre Japón. Pedir direcciones es un riesgo. Si saben dónde está el sitio, estupendo, si no… van a intentar ayudarte igualmente e, incluso con Google Maps, les lleva bastante rato ubicarse. Si no consiguen ayudarte, interceptarán a otro viandante y se repetirá el mismo proceso. Sospechamos que, llegado el caso, podría llegar a agruparse todo Japón alrededor de un mapa para ayudar a un extranjero a encontrar la farmacia. Conclusión: Preguntad a un policía, que hay bastantes y saben.
Conseguimos llegar al parque. La entrada eran 200 yenes (entre 1,5 y 2 euros) por cabeza. Como dentro del parque había un jardín tradicional japonés y nos apetecía verlo, los pagamos sin problemas.
El parque era precioso. Estaba excelentemente cuidado y la sombra de los árboles y el fresquito de los lagos se agradecía durante la tórrida mañana.
Nos sentamos a la sombra a desayunar el onigiri que llevábamos paseando un buen rato. No sabemos de qué era, pero tenía maíz y estaba muy bueno.
Paseamos hasta la zona de los jardines japoneses, donde dimos buen uso a nuestro trípode-pulpo, colgando la cámara del tejado de un área de descanso. Una señora japonesa nos miraba muy confusa hasta que descubrió la cámara.
Caminando por los jardines, llegamos a una casa de té reformada que hacía las veces de tienda de regalos y nos sentamos al fresquito a tomar una crepe helada y un matcha con leche.
El matcha es es té verde japonés y, aparte de para infusiones, se usa ampliamente en repostería: tartas, helados, galletas… de todo, vaya.
En este caso, el té helado con leche estaba impresionante. A medio camino entre dulce y amargo, era justo lo que necesitábamos para paliar el calor.
Tras pasear un poco más por el parque, pusimos rumbo a nuestro siguiente destino: Otro parque. El parque Yoyogi se encuentra al sur de Shinjuku, cerca del barrio de Harajuku y, además de ser una zona verde inmensa, alberga el Meiji Jingu, el templo sintoísta más famoso de Tokio y uno de los lugares preferidos por las novias para celebrar su boda.
El camino más rápido a Yoyogi era cruzando el propio Shinjuku Gyoen. Tras salir por la entrada opuesta y callejear un poco (entrando en alguna tienda de alimentación para ver lo que se despachaba), nos dimos de bruces con la entrada del parque Yoyogi: un tori (un umbral de madera que da entrada a zonas religiosas) gigante.
El parque resultó todavía más grande de lo esperado. Más que un parque, era un auténtico bosque domesticado. Los árboles eran gigantescos y el área en sí misma daría para pasear durante horas.
Siguiendo los caminos y el flujo de gente, llegamos al Meiji Jingu, nuestro primer templo en Japón.
Ante la entrada de un templo sintoísta (y de algunos budistas) hay siempre una fuente (temizuya) con unos cazos de mango largo. El objetivo de la misma es que los viajeros que vienen a visitar el templo puedan lavarse las manos y la boca antes de rezar. Se espera que, aunque no seas sintoísta, te limpies igualmente como signo de respeto. El ritual de limpieza es el siguiente:
- Con la mano derecha sujetas el cazo y viertes agua sobre la izquierda (el agua “sucia” no debe caer en la tina, sino fuera)
- Cambias el cazo de mano y te limpias la derecha de igual manera.
- Haces cuenco con la mano derecha mientras y la llenas de agua usando el cazo (que sujetas con la izquierda). Con el agua que has recogido en la mano derecha, te enjuagas la boca (evidentemente, escupe fuera de la tina).
- Te vuelves a enjuagar la mano derecha.
- Enjuagas el cazo y lo devuelves a su sitio.
Aunque se tarda un poco en describirlo, es bastante intuitivo y no lleva más de unos segundos.
Una vez limpios, nos acercamos al templo. A un lateral, tenemos la suerte de ver el final de una boda sintoísta, que le hacía mucha ilusión a Ana. No era muy complicado, pues durante el fin de semana, en verano, puede haber hasta 20 bodas al día en este templo.
A la entrada de los templos es común encontrar tiendas de amuletos (omamori) para distintas cosas, desde atraer la suerte en general hasta aprobar un examen o encontrar novio.
Este templo tenía, además, unos contenedores para depositar omamoris viejos (después de un año o así, se “desgastan” y ya no valen).
El templo era muy bonito. Nos acercamos al altar a presentar nuestros respetos (dos reverencias seguidas de dos palmadas y una última reverencia) e introdujimos nuestros deseos en un buzón habilitado para ello.
Como detalle importante, no está permitido hacer fotos de la zona del altar. Nos llamaron la atención.
Acabada nuestra visita al templo, seguimos paseando por el parque hasta llegar a la entrada sur, coronada por otro tori igualmente grande y situada frente a un puente que marca el inicio del barrio de Harajuku.
Harajuku es un barrio complicado de definir. Es el barrio “chic” o “hip” entre los jóvenes. No es tan friki como Akihabara, ni tan pijo o lujoso como Ginza, pero es donde vas a ver la mayor variedad y densidad de modas y cosas de colores. Por las calles pasean chicas vestidas siguiendo la moda lolita o gyaru, además de algunas simplemente en cosplay.
Notad que digo específicamente chicas, y es que la densidad de población femenina en este barrio es impactante. Diría que un 75% de la gente eran chicas.
Las tiendas se ajustan también a esto. Muchas tiendas de ropa, cosas monas (Hello Kitty y similares) y dulces, muchísimos dulces. Por la calle había varios grupos de gente, haciendo cola bajo el sol abrasador para tomar un helado en Häagen-Dazs o un batido en una tienda específica, mientras que otras tiendas que ofrecían productos similares estaban vacías a 100 metros.
Poco después de salir del parque encontramos la primera cosa mona que nos intercepta: Una cafetería de erizos. No podemos evitarlo y entramos. No es barato estar allí (10-15 euros por media hora), pero incluye la bebida. Como estamos en Japón decidimos darle un tiento. La conclusión fue… que nos gustaron los erizos. Estaban contentos y bien cuidados y son erizos. A todo el mundo le gustan los erizos.
Una vez salimos de la trampa mortal de erizos, enfilamos a un local que es el principal motivo de nuestra visita al barrio: Gyoza Lou. Varias fuentes afirman que aquí se despachan los mejores gyozas (empanadillas de carne japonesas hechas a la plancha) del mundo.
Y ahí estamos, haciendo cola y asándonos al sol como el resto de los visitantes de Harajuku. Como éramos solamente dos, entramos en apenas 10 minutos y nos sentamos en la barra dispuestos a quedar impactados por un mundo de sabor.
Pedimos dos raciones de 6 empanadillas, unas clásicas y otras con cebolleta y ajo (menos de 5 euros entre las dos) con sendas cervezas (nama biiru) y, de aperitivo, unos brotes de soja con salsa de carne. La cosa empezó bien. Los brotes de soja estaban increíbles y las cervezas heladas y muy bien tiradas (más tarde veríamos que la cerveza se tira con una máquina que varía la inclinación y la cantidad de espuma para que siempre salgan perfectas).
Mientras esperábamos por los gyoza, escuchamos a unas españolas detrás de nosotros, y Ana se acercó a preguntar por su opinión sobre la comida. Al parecer, no solo les habían encantado las empanadillas, sino los otros dos aperitivos del menú: Unos pepinos y una col escabechada. Como salen a dos euros cada uno, los pedimos. Efectivamente, estaban muy buenos los dos.
Finalmente llegan los gyozas y… estaban buenísimos, pero es todo lo que podemos decir. Eran unos gyozas muy buenos, pero nada que nos pareciera revolucionario. Por otra parte, al precio al que estaban, es difícil quejarse.
Una vez alimentados, volvimos a la estación de tren con la idea de volver a Shinjuku y pasear antes de encontrarnos con Ayano. Por el camino, nos paramos en un par de tiendas de cosas monas a echar un ojo. Apenas serían la una o las dos de la tarde, pero ya casi no se podía caminar por la calle. Si decidís visitar Harajuku (y deberíais, es un barrio muy curioso), hacedlo por la mañana temprano. Los domingos se llena (nosotros fuimos en domingo), pero es cuando las chicas pasean con las vestimentas más estrambóticas, así que tal vez valga la pena.
Una vez en Shinjuku, y tras conseguir (a duras penas) salir de la estación, entramos en Uniqlo, una cadena de ropa japonesa (equivalente a Zara cuando era barato) a buscar un Yukata (un kimono de verano) para Ana. Por desgracia, aunque los tienen online, no tenían ninguno en la tienda física. Paseamos hasta otra tienda cercana y tampoco tenía, así que desistimos.
Después de eso, paseamos un poco por Shinjuku. Shinjuku es el barrio de fiesta de Tokio. Está lleno de bares, izakayas, recreativas y karaokes. Si vais a salir de noche, ésta es la zona.
Nos paramos a jugar un poco a las recreativas (algunas muy curiosas) y pasamos frente a un restaurante robot… en el que costaba 80 euros entrar.
Al final, llegamos a Don Quijote (sí, sí, Don Quijote). Una especie de bazar o todo-a-cien (en el que no todo vale cien) gigante famoso por tener de todo a buen precio. Hay varios repartidos por Tokio y vale la pena entrar si te cruzas con uno.
Efectivamente, tiene de todo, desde comida hasta consoladores, pasando por ropa, cosas de la casa y chorradas de todo tipo. Hay yukatas, pero no son muy bonitos. Lo que sí compramos fueron unas geta (sandalias de yukata) y unas toallitas para el sudor. Todos los japoneses llevan un pañuelo o toalla encima para ir secándose el sudor en los meses de verano. No tener una es básicamente ser un salvaje incivilizado.
Hemos quedado con Ayano en una hora frente a una estatua de un león. Según el mapa de Yelp que imprimimos, está a 1,5km de aquí, así que nos ponemos en marcha tranquilamente, parándonos a mirar las tiendas que nos interesaban (en concreto un auténtico todo-a-100 yen).
De camino, al mirar a la derecha, encontramos un caminito que parece llevar a… ¿un templo, quizás?
Lo seguimos y, efectivamente, encontramos un pequeño templo, muy pintoresco, custodiado por estatuas varias. Más tarde aprenderíamos que es el Naruko Tenjinja, un templo en honor a un dios del aprendizaje.
Como detalle importante de los templos japoneses, no se debe subir por el centro de las escaleras, solamente por los lados. El centro es para los dioses.
Seguimos nuestro camino, sin prisas hasta llegar a nuestro destino: Una calle en una zona de casas particulares y sin león alguno a la vista. Preguntamos por la zona (una vez más acumulamos un grupito de ayudantes), pero nadie sabía ni dónde estaba el león ni leer el mapa.
Al parecer, Yelp puso unas coordenadas al azar y el león estaba al lado de la estación de Shinjuku, así que venga a desandar lo andado, esta vez casi corriendo, porque llegábamos tarde a nuestra cita con Ayano.
Ayano es una chica que conocimos a través de Couchsurfing y con la que Ana ha estado hablando por Whatsapp los últimos meses. El plan es que nos lleve a cenar a un izakaya que le gusta.
Llegamos un poco tarde, pero la encontramos y la seguimos hasta un izakaya localizado en el cuarto piso de un edificio.
En Tokio se construye hacia arriba. Si estáis paseando, aseguraos de mirar los pisos superiores de los edificios. Tienen tiendas, bares, cafés y, básicamente, de todo.
Este izakaya era curioso. Se podía pedir usando una tablet (muy cómodo para nosotros) y se especializaba en yakitori (pinchitos de pollo u otras carnes a la parrilla) y todo (incluyendo la cerveza) costaba 280 yenes (2-2,5 euros). Pedimos un poco de todo, intercambiamos regalos con Ayano (en Japón es común traer souvenirs comestibles cuando vas o vienes de algún sitio) y charlamos mientras comíamos.
Tras el izakaya, Ayano nos llevó al piso de arriba de unas recreativas al purikura, un fotomatón de nivel avanzado donde la máquina te indica qué poses hacer, te agranda los ojos, te maquilla y te deja retocar las fotos añadiendo chuminadas varias. A Ana le encantó, Alberto opina que es un invento infernal y que no tiene razón de ser en este mundo.
Tras recoger las maletas de la taquilla (que encontramos tras bastante tiempo con mucha ayuda de Ayano) y despedirnos de Ayano, cogimos el metro a Ryogoku, el barrio de sumo, donde pasaríamos la noche en una guesthouse (Hotel Khaosan Ryogoku) con la esperanza de ver el entrenamiento de sumo por la mañana.
Por desgracia, el personal del hostal nos informa de que hay un torneo en otra zona de Japón y no hay entrenamiento en los establos de sumo. Una pena, pero lo volveremos a intentar más adelante.
La habitación es por literas y compartida. Nos toca dormir con un grupo de niños extremadamente gordos. Asumimos que es un equipo infantil de sumo. Por suerte, son muy educados (no como los adolescentes holandeses que la liaron en la sala común) y no tenemos mucho problema para dormir.
A la mañana siguiente, recomendados por el personal del hostal, desayunamos dos veces. Primero, sendos bollos de una panadería, uno de curry y otro de crema (con forma de luchador de sumo, el “osusume” de la panadería) que estaban espectaculares y se convirtieron en nuestra comida favorita hasta el momento, y unos soba (fideos) que tuvimos que pedir con máquina expendedora de pedidos (metes el dinero, eliges el plato y te da un recibo que llevas al mostrador) y que compiten con los bollos por el mejor plato de Japón.
El siguiente paso es coger el equipaje y poner rumbo a Ginza, a la zona del mercado Tsukiji, cerca del cual nos alojaremos para poder ver la subasta del atún a la mañana siguiente.