¡A Rumanía!

¡Empezamos un nuevo viaje! Es un poco distinto de los anteriores por varios motivos:

– Es en Europa, en vez de en Asia.
– Se trata de un viaje «exprés» de una semana, en lugar de las tres o cuatro que intentamos hacer.
– Lo hemos organizado con bastantes prisas. ¡A ver qué sale!
– Por primera vez, viene con nosotros un tercer ratón pequeñito. De momento no lleva su propia mochila (de hecho, solemos tener que llevarlo en la nuestra).

El destino elegido es Rumanía, un país del que sabemos poco más que los estereotipos vampirescos, pero que, por lo que hemos investigado, tiene muy buena pinta.

Salimos desde Málaga, con un vuelo directo a Bucarest a las 11:00am. Tenemos que madrugar bastante, ya que la idea es llegar allí a las 9 para tener margen. No facturamos, pero llevamos el carrito del pequeñajo, que va en las tripas del avión. tenemos ya reservado un parking (WIFICar) cerca del aeropuerto, de esos que te acercan, te recogen con una furgoneta o minibús.

Los problemas empiezan antes de salir de España. Llegamos al parking en hora y vemos a un único señor, bastante agobiado, ya que se encarga tanto de atender en mesa como de acercar a la gente al aeropuerto en su propio coche. Pinta mal el asunto. Le decimos la hora de nuestro vuelo, nos dice que vayamos aparcando y que vuelve enseguida.

Es verdad que vuelve, pero no atiende a nadie y se marcha otra vez con el coche vacío. Pasa media hora desaparecido mientras se acumulan los viajeros, todos, comprensiblemente, cada vez más molestos y agobiados. Nosotros los primeros.
Como no parece dar señales de vida, decidimos llamar y meterle prisa. Dice que viene ya para acá. 45 minutos desde que llegamos.
Otros 10 minutos y finalmente se digna a aparecer. No tiene furgoneta y pide al del parking de al lado el favor de acercarnos a todos. Mientras tanto, nos va pasando a la oficina, resoplando y metiendo prisa. Liquidamos el papeleo lo antes posible y el del aparcamiento vecino nos acerca.

Menos mal que no facturamos, porque facturación ya ha cerrado. A partir de ahí, una carrera continua para llegar a tiempo a la puerta de embarque (¡encima el carrito no cabe en la máquina de rayos X! y nos hacen pasar cada uno de los alimentos de bebé por la máquina esa de pruebas -la que te dice si llevas droga, pólvora o yo que sé-). Llegamos por los pelos, y porque el vuelo se retrasó un poco. Empezamos bien.

Volamos con BlueAir sin problemas y en unos asientos más cómodos que los de Ryanair o Vueling, y llegamos a Bucarest sobre las 4 de la tarde. Nuestro plan es alquilar un coche, ya reservado, para poder hacer un recorrido por Rumanía sin depender del (limitado) transporte público. Localizamos al agente de la compañía de alquiler y nos hacemos con el coche sin complicaciones. Rechazamos la inmunda sillita de bebé por 40 euros. Hay un Carrefour a 3km, así que compraremos una baratita ahí mismo.

Resulta que en los Carrefour de Rumanía no hay sillas ni carritos de bebé. Volvemos con el rabo entre las piernas (y comiéndonos bastante atasco) y aceptamos la silla de alquiler, con manchas de bebés que datan de los 80, por lo menos. Esperemos que no le dé el tifusa Albertito y cubrimos la sillita con una muselina.

Conducir por Rumanía es… interesante. Los rumanos no conducen mal, quizás algo agresivos, pero ceden el paso y te hacen favores cuando pueden. La principal dificultad son las leyes de circulación y la distribución de las carreteras. Están mucho menos estructuradas que en España y muchas veces no te queda otra que esperar a la buena voluntad de algún otro conductor o arriesgarte a entrar en tráfico y a ver qué pasa.

Tenemos un airBnB en Bucarest para pasar la noche. La idea es visitar la ciudad al final del viaje. Llegamos sin mucho problema y nos ponemos a dar vueltas en busca de aparcamiento. En Rumanía, la zona blanca es de pago; la azul, de extra pago. Si no hay raya, no hay ley. En esas zonas, las aceras están repletas de coches aparcados sobre ellas, y es en una de estas zonas, cerca de nuestro alojamiento, donde encontramos hueco.

Dando un corto paseo, ya notamos varias curiosidades: aunque es una gran ciudad, hay muchas casas de arquitectura sajona en Bucarest y, lo más curioso, muchas están medio comidas, por la naturaleza. La hiedra es un elemento decorativo (no sabemos si voluntario o involuntario) casi ubicuo en la ciudad. Queda muy chulo, sale de casas abandonas en pleno centro y en áreas urbanas perfectamente cuidadas y funcionales se ve a la hiedra escalando postes eléctricos y colgando de sus cables.

La vegetación se come la ciudad


La zona es muy animada, con restaurantes, bares y cafeterías por doquier. Tras instalarnos, como ya es bastante tarde y mañana madrugamos para empezar el viaje propiamente dicho, vamos en busca de un sitio para cenar. Nos cuesta un poco encontrarlo, ya que la zona parece centrarse en los cafés, las copas y los helados, pero, finalmente, nos sentamos en La Mama, donde tomamos nuestra primera comida rumana y empezamos a sospechar lo que luego confirmaríamos: en Rumanía se come genial.
Tomamos un goulash transilvano, unos rollitos de col rellenos de carne (Sarmale) y una especie de rollitos de carne especiada que se llaman mititei y están tremendos. Nos encantó todo y nos quedamos con ganas de probar el postre tradicional, unos donuts de queso con yogur agrio y mermelada. Otra vez será.



Y de ahí, al sobre, que mañana toca hacer kilómetros en dirección a Brașov, la ciudad más bonita de Rumanía (o eso dicen).