Un yukata y un gashapon

Tras desayunar y recoger las maletas, decidimos que nuestra mejor opción era dejarlas en el nuevo hotel lo antes posible e irnos a pasear por otras zonas de Tokio. Es posible que nos equivocásemos y que lo mejor hubiese sido dejar el equipaje en un taquilla, pero bueno.

El hotel estaba a unos buenos 20 minutos de la estación más cercana (bueno, tenía una estación de metro a tres minutos, pero el metro de Tokio no está incluido en el JR Pass y no íbamos a pagar extra), así que era un buen paseo arrastrando maleta y con la mochila al hombro.

La maleta de Ana dejó de rodar nada más llegar a Japón. Se ve que no funciona con el voltaje de aquí, así que teníamos pensado cambiarla en una tienda que, según cierto blog, vende las maletas más baratas de Tokio. Nos pillaba bastante de camino al hotel (un desvío de 10 minutos), así que tiramos para allá y aprovechamos para curiosear por Ginza, el barrio más rico y lujoso de la ciudad.

Como era de esperar, todo era más caro. Había muchas tiendas de dulces de alta categoría con diversos tipos de daifuku (dulce de pasta de arroz) y gelatinas, algunas de ellas transparentes y con peces (de gelatina también) dentro. En general, todo bastante pintoresco y llamativo.

Cuando llegamos a la tienda de maletas, nos llevamos una sorpresa, ¡estaban de oferta!. Todas las maletas, independientemente del tamaño, costaban 54.000 yenes (entre 45 y 50 euros). Estuvimos tentados de llevarnos un maletón gigante, pero sería un incordio el resto del viaje y no nos cabría en las taquillas, así que nos decantamos por una maleta más discreta, algo más grande que la que trajo Ana inicialmente.

Hicimos el trasvase de ropa frente a la misma tienda, y tuvieron el detalle de quedarse la maleta vieja (en Japón no hay contenedores de basura, así que no sé cómo nos habríamos librado de ella).

Con mucho menos rozamiento, llegamos al hotel tras un buen paseo en el que vimos un restaurante español con pinta bastante auténtica y que servía Estrella de Galicia al módico precio de 850 yenes (unos 7 euros) el botellín. No paramos. Curiosamente, hemos visto bastantes vinos españoles es supermercados y tiendas de alimentación.

«El Chateo», un restaurante español en medio de Tokio.

Todavía no podíamos entrar en la habitación, pero nos guardaban el equipaje, que es más que suficiente.

Nuestro plan para la mañana siguiente era levantarnos temprano para ver la subasta del atún en el mercado Tsukiji. Sabíamos que podía ser complicado conseguir sitio, así que lo primero que hicimos tras librarnos de las maletas fue acercarnos al mercado para conseguir la información pertinente.

El mercado Tsukiji se divide en tres partes: zona de mayorazgo, básicamente una lonja donde se vende pescado y marisco al por mayor; mercado interno, un pequeño grupo de tiendas y puestos cercanos a la zona de mayorazgo y distribuidos en tres o cuatro calles y el mercado externo, mucho más amplio y con un sinnúmero de restaurantes y tiendas.

Fue a esta tercera parte a la que llegamos en nuestra búsqueda. Los puestos de sushi se mezclaban con tiendecitas vendiendo pescado y marisco fresco e incluso con algunas de materiales de cocina, especialmente cuchillos, todos con precios de entre 100 y 600 euros que, asumo, cortan el diamante y nunca pierden filo.

No tardamos en encontrar la oficina de información, donde nos cuentan que, debido al aumento del número de interesados, para asistir a la subasta (que empieza a las 6 de la mañana) hay que estar en la entrada a las 2:30, en vez de a las 5, como solía ser. Deberíamos acostarnos pronto hoy.  

Volvemos a la estación sin prestar mucha atención al mercado. Ya tendremos tiempo de verlo mañana tras la subasta. Además, desayunamos mucho, así que la comida era menos tentadora que de costumbre, peeeeeero hacía mucho calor, así que nos pedimos un helado (o algo similar) gigante para compartir. El sabor no podía ser más japonés: té verde con anko (pasta de judías dulces) por encima y unos mochis (pasta de arroz) como decoración. Estaba mucho más bueno de lo que suena.

El monstruohelado en cuestión.

Libres ya de maletas y responsabilidades, nos subimos al tren en dirección a Ueno, una zona que, según una guía que rapiñamos en el aeropuerto, se caracteriza por ser de las más tradicionales de Tokio.

Hay una línea circular de la JR que para en los principales puntos de interés de Tokio y que es nuestro principal medio de transporte por la ciudad. Gracias a ella, llegamos a Ueno en un momento y nos bajamos en dirección al parque (apropiadamente llamado “Parque de Ueno”).

Nuestra idea es cruzar el parque en dirección al cementerio Yanaka, que parece rodeado de templos y coincide con la zona que, creemos, tiene casas tradicionales.

Equipo de limpieza/jardinería del parque. Edad media: 130 años

El parque parece enorme en los mapas, pero se cruza en un momento (si no te paras en el zoo que tiene). Además, pudimos visitar un pequeño templo y una pagoda de cinco pisos. La pagoda era originalmente budista, pero para evitar que la derruyeran durante el periodo Meiji, la declararon sintoísta y movieron las estatuas de buda que la custodiaban a otras localizaciones. Como curiosidad, esta pagoda ha sobrevivido tanto al Gran Terremoto de Kanto como a la Segunda Guerra Mundial.

La pagoda del parque de Ueno

En el templo había una pequeña llama encendida en un monumento a la paz. El origen de la llama es curioso. Tras la bomba de Hiroshima, un hombre volvió a su casa y encontró parte de ella todavía en llamas. Guardó la llama y la mantuvo encendida como señal de su rencor, pero con el paso del tiempo, se convirtió en un símbolo para recordar lo que sucedió y lo que nunca debería volver a pasar.

Años después, se encendió una nueva llama de las chispas surgidas al chocar dos tejas de las ruinas de Nagasaki. Ambas llamas se fusionaron y se conservaron como una sola. De esa llama central se han separado dos o tres y llevado a distintos lugares donde se recuerda el evento y se reza por la paz. Este templo en el Parque de Ueno es uno de ellos.

La llama de la paz (o, vamos, de no tirar bombas atómicas)

Tras caminar bastante empezamos, efectivamente, a ver casas más tradicionales (o simplemente más viejas). Una de las curiosidades de esta zona de Ueno es que está llena de pequeños templos “urbanos”… con sus correspondientes cementerios, lo que viene a significar que hay varios vecinos que viven pared con pared con una tumba. Cada uno de estos templos-cementerios parece tener una tumba de alguien importante: samuráis famosos, filósofos, políticos, etc. No estamos seguros de si fue primero la tumba o el templo.

Tras patearnos las calles un buen rato más, llegamos al cementerio Yanaka al que nos dirigimos y, sorpresa, sorpresa, eso es todo lo que es: un cementerio grande. No pasamos mucho tiempo allí y nos dirigimos a una estación cercana con la intención de seguir nuestra ruta.

Descansando en paz.

Como parece que sucede a menudo en Japón, ¡un templo salvaje apareció!. En este caso, uno budista con una gran estatua de bronce de buda. Leyendo los cartelitos, descubrimos que es una de las dos estatuas que se retiraron de la pagoda del parque.

Visitando a Buda

Nos subimos al tren de vuelta a la estación de Ueno, porque se nos ha olvidado visitar un sitio interesante, la calle Ameyoko (o Ameya-Yokocho), una calle-mercado.

Se ve que todo el mundo opina como nosotros, porque la calle es ahora extremadamente turística, con tiendas y puestos que venden comida, ropa y regalos a precios exorbitados… mezclándose con algunos establecimientos originales que venden la misma comida a la mitad del precio. Curioso.

Entre estas tiendas, encontramos una pequeña tienda de kimonos con el dependiente (un señor mayor) dormido en una silla plegable. Tiene buena pinta y, después de chapurrear como bien podemos (el señor no habla nada de inglés), nos compramos sendos yukatas para usar durante los festivales a los que asistiremos más adelante.

Hecha la compra, volvemos al tren rumbo a la meca del frikismo: ¡Akihabara, la ciudad eléctrica!

El título de ciudad eléctrica viene de que, hace unas décadas, el barrio empezó como un mercado “negro” de artículos de electricidad y electrónica y, de alguna manera, evolucionó en el templo del manga, los videojuegos y el cosplay que es hoy en día.

Ya en la estación se nota el ambiente.

Akihabara es una explosión de luz y de color. Todo está lleno de carteles luminosos y tiendas vendiendo figuras, videojuegos y, básicamente, todo lo que un amante del manga pueda necesitar.

Entramos en varias tiendas y, en especial, en el Don Quijote de la zona. Tenía muchísimas más cosas que el de Shinjuku. Recomendamos encarecidamente echar un ojo a todos los Don Quijotes con los que os crucéis. Son totalmente distintos unos de otros.

Aparte de hacer compras frikis, existe otra actividad de entretenimiento por la que Akihabara es famoso: Sus Maid Cafés, cafeterías donde te atienden chicas disfrazadas de sirvientas en todas sus versiones y colores: francesas, góticas, vampiresas, hadas, ¿blancanieves?…

Al final seguimos a una simpática hasta el café “Heart of Hearts”, un pequeño local, muy discreto, en una de las callejuelas laterales. Se ve que están empezando.

La comida, como en todos los Maid Cafés, es bastante mediocre (y cara), pero te dibujan un animalito con el sirope y le lanzan un hechizo de amor para que sepa mejor, así que se tolera mientras te ríes incómodamente ante el choque cultural de todo el asunto.

El conjuro de amor mejora el sabor notablemente.

Parece ser que Heart of Hearts está basado en un local del mismo nombre del manga Ultimate Sensei, incluyendo los uniformes de las sirvientas.

Curiosamente, el local tiene sus clientes regulares. Mientras estábamos allí, entró un hombre joven muy mal encarado y se sentó de malas maneras en una mesa. Se le pasó todo en cuanto le atendió una de las chicas. Pidió “lo de siempre” y participó activamente y con una sonrisa en el conjuro de amor.

Con nuestra sirvienta particular.

Cuando salimos del café estaba ya anocheciendo y nos queda una cosa por hacer antes de volver al hotel a dormir: comprar un gashapon. Los gashapones son máquinas de bolitas de las de toda la vida. Metes una o dos monedas y te sale un juguete. Akihabara tiene tiendas dedicadas a ellas, con cientos de máquinas que tienen desde figuras de Heidi hasta gorros para gatos, pasando por figuras de medusas, gomas de borrar de sushi y figuritas porno (más caras, claro). Ana se decide por un conejito tipo Hello Kitty y Alberto por una pokeball (me tocó una rapidball). Una vez completada la misión, de vuelta al hotel, que a las dos tenemos que estar en pie para ir a ver la subasta del atún.

Consiguiendo una pokeball
¡Premio!

Al caer la noche en Akihabara, se multiplican las Maids, que intentan atraer, no sólo a los frikis que pasean por la zona, sino a los hombres de negocios que salen del trabajo. Los Maid cafés suelen servir también cerveza, así que no son un mal reclamo.

Tras un paseo en tren y 15 minutitos a pata, llegamos al APA Hotel Tsukiji, donde habíamos dejado ya el equipaje. Nos toca ducharnos y dormir cinco horitas.

¿Por qué tener un panfleto explicativo cuando puedes tener un manga entero sobre la fundadora de la cadena de hoteles?