Lo más importante de Kamakura: El jakoyaki (y hay un Buda o algo)

Tras dejar el monte Mitake, nos bajamos del tren en la estación de Shin-Kamakura, algo al norte de Kamakura. El motivo es, ¿cómo no?, comer. Hay un restaurante en la zona que sirve nagashi somen (fideos que fluyen), unos fideos veraniegos de la región de Kanto que se reparten a los comensales a través de cañas de bambú por las que cae una pequeña corriente de agua. Hay que cogerlos al vuelo con palillos antes de que lleguen al final del trayecto. Es una actividad casera, así que no es fácil encontrar restaurantes que los sirvan, pero conseguimos localizar éste.

En Kamakura hace un calor infernal. El sol pega como nunca y el paseo hasta el restaurante es como hacer flexiones en un horno, pero llegamos. Por el camino vemos bastantes casas enormes, tanto estilo tradicional japonés como más occidentales. En la zona debe vivir gente pudiente.

Las cañerías de bambú por donde vienen los fideos
Los fideos fríos se mojan en esa salsa y se comen
Pescando fideos

Los fideos no son sólo divertidos, sino que encima están fresquitos y muy buenos. Además, nos vaciamos como dos jarras de agua.

Una vez alimentados, seguimos paseando rumbo al sur con la idea de ver tres cosas en Kamakura: El templo Zeniarai Benzaiten Ugafuku, el bosquecito de bambú (Hokuko-ji) y el buda gigante, que es la principal atracción turística.

La Puerta del Cielo. Se dice que conecta el Cielo y la Tierra y que se debe pasar por ella antes de ir a ver a Buda.

Nuestra ruta nos lleva primero, después de mucho patear y subir y bajar cuestas (Kamakura, como medio Japón, está construido en montaña), llegamos al túnel de piedra que da entrada al templo.

Por el camino. Por fin una zona con sombra
La entrada al Zeniarai Benzaiten

Es un templo muy chulo, situado al lado de un manantial natural y donde la gente lava las ofrendas antes de donarlas. Literalmente. Tienen unas cestas donde meten el dinero y lo lavan en el riachuelo. Cosa curiosa.

Gente lavando dinero

El problema de este templo es que caía un poco a desmano con respecto al resto de templos y atracciones de Kamakura, que hay muchas, pero eso hace que no suela tener muchos turistas.

Se nos hace un poco tarde, porque todo cierra entre las cuatro y las cinco, así que ponemos la directa y enfilamos hacia el bosque de bambú, a unos sanos 45 minutos bajo esa esfera de llamas empeñada en matarnos.

Por el camino, nos cruzamos con una tienda de Kimonos que tiene todos los yukatas a mitad de precio. Curioseamos un poco y Ana se acaba comprando uno azul de peces muy bonito y, parece, de muy buena calidad. Aceleramos para recuperar el tiempo perdido.

Llegamos al Hokuko-ji medio fundidos y con el tiempo justo para disfrutarlo. Aunque tiene más de 2000 troncos de bambú, resulta que es una cosa que no ocupa mucho, así que 15 minutos bastan para pasear y hacerse fotos. Algunos de los troncos son más gordos que mi cuello y el parque es muy bonito, aunque se hace pequeño.

Entre bambús

Lo siguiente es llegar al buda. No estamos dispuestos a caminar otros 50 minutos, así que cogemos un autobús que nos acerca la mitad del camino y paseamos por la ciudad camino al buda la media hora restante.

Fue la mejor decisión del día. Por el camino, encontramos un puestecillo callejero montado en la parte de atrás de una furgoneta y vendiendo unas bolitas hechas a la plancha que anuncian como “NO takoyaki” (el takoyaki son bolitas de pulpo, una comida callejera muy típica y famosa). La letra pequeña explicaba que eran jacoyaki y se hacían con pequeñas anchoas blancas frescas, en vez de con pulpo. Como aficionados del takoyaki, decidimos probar esta variante.

El puesto de jacoyaki. Grabadlo a fuego

Olvidaos del templo, el buda y el bambú. Si venís a Kamakura, vuestro objetivo es encontrar este puesto (está en la calle que lleva al buda) y comer jacoyaki. La salsa era suave, muy distinta a la del takoyaki, y las bolitas estaban increíbles. Sin duda la principal atracción de la ciudad. Una búsqueda en Google nos da a entender que esta furgoneta es el único lugar donde se pueden conseguir.

¡Jacoyaki!

Seguimos caminando hacia el buda, con el nirvana ya alcanzado, y llegamos a los pocos minutos. La verdad es que la estatua es imponente, con sus más de 13 metros de altura y 120 toneladas de bronce. El trabajo que debió llevar es de lo más respetable.

La plataforma de debajo es flotante, para que no se estropee con terremotos

Visto el buda, volvimos a la estación en autobús y paseamos un poco más por la ciudad, viendo las tiendas cerrarse (se ve que cuando cierran las atracciones, cierra la ciudad).

Nos queda una última parada obligada en la ciudad: un restaurante de curry japonés.

El curry lo introdujeron en Japón los militares británicos, cuando Inglaterra todavía tenía la India. Con el tiempo, el propio ejército japonés lo tomó como rancho oficial, por lo sencillo y nutritivo que era. Kamakura fue una de las primeras ciudades donde se sirvió al público civil.

Llegamos sin mayor complicación y pedimos el arroz pequeño, que viene a ser un plato entero, con curry, de ternera para Ana y de pollo para Alberto. Ambos estaban buenísimos.

Véase el plato pequeño de arroz.

De vuelta en Tokio, nos duchamos y dejamos las maletas en el hotel Uno, una guesthouse que reservamos un par de horas antes a través de AirBnB, porque no estábamos seguros de dónde pasaríamos la noche.

Antes de acostarnos, decidimos salir a echar un vistazo a la vida “nocturna” de la zona (son como las ocho y media), que parecía animada cuando veníamos hacia el hotel.

Encontramos un izakaya con ambiente y nos pedimos un par de cervezas y algo de picar. En concreto, un pinchito de falda de ternera con cebollita que nos recomienda la camarera. Está muchísimo más bueno de lo que debería. Se ve que hoy es un día de comer bien.

Mañana toca madrugar para, finalmente, dejar nuestra base central de Tokio y dirigirnos al norte, parando, primero, en Morioka a ver el Sansa Odori, nuestro primer festival del verano.