Rumanía y, en particular, la región de Transilvania, están sembrados de unas piezas arquitectónicas muy particulares y difíciles de encontrar (y, desde luego, no con esta abundancia) en otras partes del mundo: las iglesias fortificadas.
Construidas por los colonos sajones como parte de su pacto por defender las fronteras húngaras de las invasiones mongoles (y más tarde, otomanas), son estructuras defensivas en torno a una iglesia central. El objetivo de las mismas era albergar y proteger a la totalidad de los habitantes del pueblo en caso de ataque, además de, por supuesto, los usos religiosos que, en muchos casos, todavía se les dan.
Las hay de todos los tamaños, desde pequeñas iglesias con una murallita hasta auténticos bastiones defensivos con torreones y muros de varios pisos y gran grosor.
A pocos kilómetros de Brașov hay dos que queríamos ver: la de Prejmer, la más grande y representativa de todas, y la de Harman. Por desgracia, al ser domingo, la de Prejmer no abría hasta las 11 de la mañana y eso nos retrasaría la llegada a Sighișoara más de lo que nos gustaría, así que nos conformamos con verla por fuera y nos centramos en la de Harman, también enorme y que abre una hora antes.
Llegamos justo a las 10 y está concluyendo algún tipo de servicio religioso protestante antes de abrir al público. Somos los primeros visitantes en entrar (por 15 lei, unos 3 euros). La iglesia es una preciosidad, con sus bancos de madera del siglo XXVI y la torre del campanario, con el reloj aún en funcionamiento, a la que se puede subir por un sinfín de escaleras y escalerillas, a medias entre la piedra y la madera. Un consejo: no vayáis con un bebé en brazos. Se asusta él, os asustáis vosotros y se asusta todo el mundo (nos dejamos la mochila portabebés en el coche).
La zona que rodea la iglesia está también bien conservada y tiene un pequeño museo, con habitaciones que muestran la vida de la época, incluyendo un aula de clases para los niños. Estas iglesias cumplían, en muchas ocasiones, la función de centro urbano de la ciudad o pueblo.
Nuestra siguiente parada, ya a bastantes kilómetros y acercándose la hora de comer, es en Viscri, donde hay otra iglesia, bastante más pequeña pero en un entorno interesantísimo. Parece que el tiempo no ha pasado por el pueblo, de coloridas cositas al estilo sajón, donde los habitantes venden artesanías y calcetines de lana. La iglesia, aunque de menor tamaño, también es muy bonita y vale la pena pagar los 10 lei (2 euros) por entrar a verla.
Comimos en el propio pueblo, en el «centro gastronómico de Viscri». Entendemos que se montó para que los turistas tuvieran dónde repostar. Tienen dos platos (aparte de un postre): Una sopa de fideos y filetes de cerdo, así que pedimos uno de cada y, para beber, socata, que resultó ser una especie de limonada con flores de saúco bastante buena.
De Viscri partimos ya a nuestro destino final del día: Sighișoara.
El casco antiguo de Sighișoara es una ciudadela elevada donde no se permiten más coches que los de los residentes. Como nuestro alojamiento está allí, nos toca aparcar abajo (una vez más, en zona blanca de pago) y subir empujando el carrito por sus calles adoquinadas.
Inicialmente, teníamos habitación reservada en Pensión Lelila, pero, a lo largo de la mañana, nos llamó para informarnos de que se le había roto la calefacción y la habitación estaría muy fría para un bebé (aunque la temperatura ha subido bastante desde nuestro primer día en el país), así que nos había conseguido una habitación en otro alojamiento de la misma calle, Casa Lia.
No podemos decir más que cosas buenas de Casa Lia. Nos pusieron en una habitación abuhardillada enorme, con una cama extra para el niño, nos ofrecieron dulces al llegar y nos sirvieron unos chupitos de aguardiente de ciruela de fabricación local que te quitaba los males (y el aliento) del cuerpo, por unos 22 euros.
Tras Brașov, pensábamos que igual Sighișoara no nos iba a gustar tanto, pero estábamos totalmente equivocados. La ciudad es muy, muy bonita, con un casco antiguo mucho más reducido, pero lleno de coloridas casas y rodeado por una muralla en muy buen estado.
Por desgracia, no pudimos subir a la torre del reloj, aún en funcionamiento, situada sobre las puertas de la muralla, pues cerraba a las 15:30. Tampoco podremos ir mañana por la mañana. Se ve que los lunes cierran la mayoría de los monumentos de Rumanía.
Lo que sí visitamos fue la iglesia en la colina, a la que se llega subiendo 176 (contados) escalones por una escalera techada y desde donde se disfruta de unas buenas vistas de la ciudad.
Vistas desde la colina Iglesia de la colina Escaleras colina arriba
Sighișoara es, por cierto, el lugar de nacimiento de nuestro famosísimo (no hace más que aparecer) Vlad el Empalador. Hay un busto de él en la ciudad y su casa es ahora un restaurante muy draculesco.
Pasamos la tarde pateando la ciudad y disfrutando de sus terrazas, pera finalmente cenar en uno de los restaurantes que hay «abajo» (fuera de la ciudadela), ya que el dueño de Casa Lia nos dijo que eran más baratos y mejores. Tomamos unos champiñones rellenos al horno y un estofado de carne. Todo buenísimo, por algo menos de 10€ cada uno, bebida incluida.
En general, aunque Sighișoara es pequeñito, es una visita que vale la pena. El casco histórico es precioso y rezuma historia por cada esquina. Parece que estás en una historia de cuento.