Barcos de farolillos en Akita

Para llegar a Akita desde Aomori, hay que cambiar de tren en Morioka, así que tuvimos que desandar un poco lo andado y el camino quedó en unas tres horas. Llegamos a Akita pasadas las 11.

Akita, como Aomori, estaba a tope cuando intentamos reservar alojamiento. Aunque en este caso conseguimos un apartamentito, está bastante a desmano y hay que coger un autobús desde la estación (unos 20 minutos).

A punto de probar un huevo ahumado (no le gustó)

Si visitáis Japón, hay algo importante a tener en cuenta: el transporte público es muy caro. Por un viajecito de media hora en autobús urbano, tenéis que estar preparados para soltar tres o cuatro euros. Si es interurbano, probablemente el doble o el triple por un trayecto de la misma longitud. El metro y los trenes no son más baratos, de ahí la gran ventaja del JR Pass.

Unos onis que encontramos por Akita

Subimos al autobús que nos indicó nuestra anfitriona (tardó bastante en llegar) y, finalmente, llegamos frente a la casa que, suponíamos, era nuestro lugar de pernocta.

La dueña del piso vive en EEUU, así que sus padres le gestionan el asunto. Las instrucciones eran llamar a la puerta de la casa de al lado, donde su madre nos daría las llaves. Nadie abre. Además, estábamos sin datos en el móvil, así que tampoco podíamos llamar.

Empezamos a tener dudas sobre el sitio, así que preguntamos a una vecina mayor que se asomó a ver qué hacíamos. No lo tenemos muy claro con nuestro japonés, pero no parece estar segura de que éste sea el sitio. Como buena japonesa, nos lleva con otra vecina cuya hija nos confirma que estamos llamando a la puerta correcta. Nos hacen el favor de llamar por teléfono, pero nadie coge. Estamos atascados con las mochilas bajo el sol abrasador.

Viéndonos en ese estado, la vecina se compadece de nosotros y nos invita a dejar las maletas en su casa para poder ir a ver el festival. Le damos todas las gracias y nos ponemos de vuelta al centro de la ciudad.

Conseguimos una nueva tarjeta de datos e intentamos llamar otra vez. Esta vez sí nos cogen, pero no hablan nada de inglés y no tenemos suficiente japonés para explicar la situación, así que envío un mensaje a la anfitriona a través de AirBnb para que hable ella con sus padres y nos solucione el asunto. Hechos los deberes, nos disponemos a conocer la ciudad.

En el festival de Akita, los distintos gremios, escuelas y comercios, desfilan haciendo malabares con mástil de hasta 12 metros de longitud, del que cuelgan hasta 46 linternas. La altura de las linternas se aumenta progresivamente añadiendo extensiones de babú al mástil principal. Las linternas portan una vela en su interior, y se supone que da mala suerte que se apaguen.

Llegamos a tiempo para presenciar una exhibición de malabares con dichas linternas cerca de la estación. En esta ocasión, las linternas no estaban encendidas. Como uno de los grupos es el de la universidad internacional de Akita, podemos ver como estudiantes de otras nacionalidades participan en dicha actividad. Sopla mucho viento, pero aun así los distintos grupos son capaces de mantenerlas estables incluso en su máxima extensión utilizando como único punto de apoyo sus palmas, cadera, frente u hombros.

Velas de farolillos
Con el viento, el mástil se dobla mogollón

Al acabar la exhibición, toca comer ramen; nuestro primer ramen en Japón.

Recogiendo tras la función

El establecimiento que encontramos es pequeño, no puede alojar a más de 7 u 8 personas.

El ramen se tiene que encargar a través de una máquina de tickets, pero esta vez no hay dibujo que nos ayude. Milagrosamente, conseguimos encargar dos ramenes distintos y calientes por dos duros y sendas cervezas. Están muy, muy ricos.

Una vez completada la misión, nos dirigimos a ver los restos del castillo de Akita, del que solo queda la torre.

Estos restos están en la cima de una colina, mayoritariamente rodeada por un estanque de nenúfares gigantes. Tuvimos suerte porque muchos de ellos estaban en flor o floreciendo. Nunca habíamos visto nenúfares tan grandes y bonitos.

Nenúfares a lo bestia

Al llegar a la base de la colina, empezó a diluviar y, aunque al rato amainó un poco, la llovizna nos acompañó durante la mayor parte de la tarde, lo cual refrescó bastante el ambiente.

Los jardines y la colina eran bonitos, pero hemos visto otros mejores. Si vais a Akita quedaos con los nenúfares.

Después de esto, inspeccionamos la calle del desfile. Esta vez no pusimos una reserva, porque iba a acabar empapada. También le echamos un ojo a los puestecitos del festival.

Como quedaba un poco para que empezase el desfile y necesitábamos descansar, nos paramos en una panadería. Descubrimos que todo estaba rebajado, pues intentan venderlo antes de cerrar. Nos compramos dos melón panes y una botella de leche. El melón pan es un bollo típico de Japón, se supone que sólo se parece a un melón pero todos los que hemos probado hasta la fecha tenían algo de melón.

El de Ana tenía melón en la masa y venía con una rodaja de melón. El de Alberto estaba relleno de crema. Al morderlo, descubrimos que no era crema normal, sino crema de cantalupo, un melón naranja.

Un pan de melón
¡La merienda!

Aunque la leche estaba muy rica, tuvimos que hacer grandes esfuerzos para bebernos la botella entera, que era de cristal y de aproximadamente litro y medio, nada cómoda para cargar el resto de la tarde. Descubrimos que si en Japón devuelves las botellas de cristal al establecimiento, te devuelven un dinero. En nuestro caso, nos devolvieron lo que vendrían a ser unos 30 céntimos de euro.

Quedaba una media hora para el inicio del desfile, así que buscamos un buen sitio y nos sentamos en el suelo en primera fila. La gente estaba mayoritariamente apostada en el lado de la calle más cercano al centro de la ciudad. Al alejarte un poco, había mucha menos gente e incluso sitios en primera fila, como el nuestro.

Llevan las extensiones de los mástiles en un carrito tipo golf

Cuando iba a empezar el desfile, empezó a llover. Como las lámparas son de papel, dijeron por megafonía que lo iban a retrasar media hora.

Intentamos conseguir un paraguas o un chubasquero, pero a ninguna de las tiendas les quedaban. Acabamos bastante mojados, pero con sitio.

A la nueva hora establecida empezó el desfile. Los distintos grupos se apostaron en distintos puntos del recorrido, así que todo el mundo podía ver lámparas a la vez. El desfile se inicia al ritmo de tambores, normalmente tocados por las chicas del grupo, de todas las edades.

Luego se empieza con la primera sesión de malabares que dura una media hora o veinte minutos. Durante este tiempo, varios chicos (normalmente) del grupo se van pasando el mástil principal haciendo malabares con distintas partes de su cuerpo, transcurridos unos minutos, añaden una extensión al palo principal para hacer las linternas más altas. La escena se repite muchísimas veces hasta llegar a alcanzar la altura máxima. En ese punto, el mástil principal se dobla mucho a poco que haga algo de viento, puesto que el bambú es flexible. Cuando tocaba desmontar, desencajan las extensiones rápidamente. Algunos grupos no tenían la oportunidad de elevar al máximo las linternas, puesto que perdían el equilibrio. Una vez acabada esta primera ronda, los grupos avanzaban varios metros y se repetía el proceso otra vez, y así sucesivamente. Vimos varias velas estrellarse contra los cables laterales (que descubrimos que estaban ahí para proteger al público) y perder varias luces. Alguna incluso se cayó al suelo.

Velas de farolillos en la noche
Había mogollón. Una vez encendidas, el espectáculo era precioso

Había velas de lámparas de tres tamaños: grandes (adultos), medianas (niños de más de 7 años) y pequeñas (de niños de menos de 7 años).

Un niño balanceando una vela pequeña

Nos encantó ver como varios “veleros” de luces se alzaban en la noche como si esta fuera el mar. Fue muy bonito. Antes de que acabara el desfile, fuimos a los puestos de comida, a abastecernos antes de que cerrasen. Ya habíamos aprendido que en Japón cierran cuando acaba el espectáculo, en vez de abrir hasta las mil para celebrar, como se haría en España.

La comida estaba en descuento, porque iban a cerrar. Nos tomamos las mejores gyozas de nuestra vida. Compramos dos “sets”: unas verdes y unas naranjas. Buenísimas. También probamos una especie de cosa a la plancha que parecía okonomiyaki, pero no lo era; muy rico también. Y un pinchito.

Con uno de los «malabaristas»

Luego intentamos preguntarle a un policía si había servicio de autobús o no. No sabían mucho inglés, así que un grupo de como 5 policías nos escoltó hasta el puesto de policía donde nos dieron unos carteles con dibujos para indicarles qué nos pasaba. Les indicamos el dibujo que decía que estábamos bien y les dijimos en japonés que sólo buscábamos un autobús o la parada de taxis. Cada vez había más policías y les parecía muy sospechoso que no durmiéramos en un hotel. Nuestro alojamiento no era oficial (pues la anfitriona todavía no había gestionado la nueva licencia necesaria y todo el alquiler lo hacíamos de “estrangis”. Como no queríamos meter a nuestra anfitriona en problemas, dimos las gracias a los policías y les dijimos que si necesitábamos algo volveríamos.

Tras un rato de andar en dirección opuesta al centro, encontramos un taxi.

Los taxis son caros, fueron como 15 euros por conducirnos unos 10 minutos o menos.

Al llegar a la casa, tocamos la puerta correcta y la madre de nuestra anfitriona (mucho más joven de lo que pensábamos), nos llevó al apartamento que habíamos alquilado. Nuestro equipaje ya estaba allí, pues había ido a casa de los vecinos a recogerlo.

Aunque era pronto (9:30 PM) nos dimos una ducha y nos acostamos. El día siguiente tocaba mucho tren, pues había que cruzar al otro lado de Tokio para subir el monte Fuji. Por el camino, tenemos planeadas un par de paradas y el alquiler de un coche para llegar a un onsen secreto en las montañas.